lunes, 30 de marzo de 2009

Luigi

Estamos en el año 1998. Acabo de salir del colegio y estoy corriendo. Mis ojos centran al objetivo. Tengo que pillarlo. Voy a pillarlo. Estiro la mano y consigo agarrar su mochila. Te pillé. Pero entonces una marabunta de libros, libretas y bolígrafos caen contra el suelo. El estirón que le he metido a la mochila ha resultado demasiado fuerte y esto ha provocado que terminara por descoserse. Ahora, todo lo que había en su interior adorna el suelo mientras que el chico al que perseguía y yo nos miramos atónitos. Desde luego, no era esa mi intención. Tan sólo quería jugar. Él se agacha y con aparente nerviosismo recoge todos sus útiles. Me dirige una mirada feroz y sin mediar palabra se da media vuelta y se va. Pasarían semanas hasta que volviera a dirigirme la palabra.

Es Octubre de 1991. Hoy empiezo el colegio. Ya he entrado en la clase y todavía sigo llorando porque mi padre se ha ido a trabajar y me ha abandonado a mi suerte con un grupo de desconocidos. Con la vista aún borrosa miro a mí alrededor. Hay un chico pelirrojo y con pecas que me sonríe. Me acerco a él. Pronto nos hacemos amigos. En los recreos nos dedicamos a hacer gamberradas. Hemos visto que hay un chico raro. Él los descansos los utiliza para recoger hormigas y guardarlas en un tarro de cristal. Pienso que nunca podría ser amigo de alguien así.

Es 1994. Estamos en el recreo. El chico raro de las hormigas y yo hemos decidido en clase que nos pelearíamos en el descanso. No nos soportamos. Él dice que es Vegeta a lo que yo respondo que soy Son Goku. Por lo menos en algo nos ponemos de acuerdo. La lucha dura 5 minutos. Quizá menos. Acabamos cada uno en una esquina del patio castigados por la profesora y llorando a moco tendido.

Es el verano de 2003. Estamos en la Playa de los Locos de Torrevieja. Él chico tan raro que se dedicaba a recoger hormigas está frente a mí. Ahora es más raro que antes. Dice que quiere pelear conmigo en serio. Lo que decía, es todavía más raro que cuando se dedicaba a experimentar con insectos. Peleamos. La lucha dura 5 minutos. Quizá menos. Nos vamos hacia nuestras casas con nuestro cuerpo cubierto de moratones. Pero reímos. Sobre todo reímos. Hace ya tiempo decidimos que seríamos amigos.

Noviembre de 2008. Se va a Italia. El día de su despedida le pido por activa y por pasiva que rechace la beca Erasmus y se quede. Soy consciente de que es un imposible. Pero sé que en cuanto se vaya nada será lo mismo. Ese día estoy muy triste. Bebemos y nos reímos. Charlamos hasta altas horas de la madrugada. Finalmente nos damos un abrazo y nuestros caminos se separan.

En el verano de 1997 soy invitado al cumpleaños de su primo. El chico de las pecas y yo seguimos con nuestras gamberradas. La liamos buena. La liamos tanto que tiene que acudir la policía. Su madre le dice que soy una mala influencia y le prohíbe ir conmigo. Se pasa todo el verano evitándome. A finales de verano le invito a una atracción de la feria y decide volver a ser mi amigo.

Es el año 2001. Las clases van a empezar. El chico llega justo a tiempo. Hace algunos años le bauticé con el mote de “empanao” por su peculiar aspecto con la raya para el lado, sus gafitas y su personalidad reservada y ausente. El que a una fiesta se llevara choleck también tuvo que ver. Este día se lo gana a pulso. Viene a clase con las zapatillas de estar por casa. Las risas provocan que retumbe el edificio. Desde luego, es algo que no olvidaré.

2004. Ya nadie le conoce como “el empanao”. Se ha autoproclamado Dios y así lo conoce todo el mundo. Lleva el pelo largo y lentillas. Es el alma de la fiesta. El grupo espera expectante a que haga o diga alguna de sus paranoias. Ya no lleva choleck a las fiestas. Siempre lleva un bocadillo para mojarlo en calimocho. Decidimos que él y yo somos los Black Dragons por una imagen de un dragón que lleva en la camiseta con la que siempre sale. Empezamos varios rituales a partir de ahí. Como el de chocar nuestros pechos antes de beber un chupito o el de subirme a sus espaldas y que empiece a dar vueltas hasta marearnos y caer al suelo. Somos masocas. Pero nos lo pasamos de miedo.

Son las fiestas de moros y cristianos de 2005. Está sufriendo. Llora y maldice. Acto seguido se emborracha y baila. Termina potando y con una mano escayolada al día siguiente. Me siento impotente. No quiero verle así.

Ahora son los moros y cristianos de 2006. La que acaba de ocurrir es la última. No lo podemos permitir. Su primo y yo mediamos en el asunto aún sabiendo que él no quiere. La estamos cagando y no lo sabemos. Le estamos jodiendo y tan sólo queríamos ayudarle. Ya nada volverá a ser lo mismo. Algo dentro de él también cambia. Los días, semanas y meses siguientes sufre. Pero no lo dice. No lo muestra. Nunca lo hace. Pero yo lo sé.

Año 2009. Volvió a ser el mismo hace tiempo ya. Mucho tiempo. Pero creo que ahora además está volviendo a encontrar una felicidad que él mismo creía que no volvería. Me alegro enormemente por él y ojalá todo salga bien.

Es 31 de Marzo de 2009. Repasando algunas anécdotas y dejándome otras muchas en el tintero no soy capaz de detallar cuando decidimos que seríamos amigos. Quizá siempre lo fuimos. Tan sólo nos negábamos a verlo cuando siempre lo tuvimos delante de nosotros. De algo estoy convencido. Hoy eres un pilar en mi vida. Se te echa mucho de menos. Tan sólo me queda esperar el día de tu regreso. Por lo demás ya sabes que aquí tienes a un amigo para siempre, difícil de llevar, normalmente cabreado con el mundo y de malhumor.

Harvard, Kenshin, Dios, Wesker, Segata San Shiro, Luigi, Nobita o cualquiera de tus otros motes...A día de hoy sigo teniendo algo que tu nunca lograrás alcanzar a pesar de que te esfuerces. Y es un colega como tu.

martes, 24 de marzo de 2009

Somos nosotros

He estado mucho tiempo engañado. Algunos me dijeron que todo era obra divina. Que todos teníamos que aceptar las decisiones del Altísimo, pues todo lo hacía por algo, aunque en el momento no fuésemos capaces de entenderlo. Recuerdo que esta fue la explicación que me dio mi abuela cuando con 6 años murió un perro frente a mis ojos arrollado por un coche. He de reconocer que a esa edad tan temprana me quedé más tranquilo al escuchar esa versión y saber que mi querida mascota era más feliz.

Conforme fui creciendo dejé de creer en Dios. No me sirvió de nada lo que mi abuela me dijo cuando fue ella la que falleció. Pero aún seguía pensando que existía algún tipo de fuerza divina que ataba los engranajes más ocultos del mundo que nos rodea. Cuando tenía 15 años mi novia, la persona que más quería en este mundo, me dijo que nuestro destino era estar juntos para siempre. Empecé a creer en el destino. Cada encuentro que tenía por la calle con un viejo conocido o cada examen que suspendía lo achacaba al destino, aunque este último punto no terminaron de entenderlo mis padres. Dos semanas más tarde mi novia me dejó por otro.

Fue pasando el tiempo y mi mente se encontraba cada vez más confusa. Me encontraba inmerso en una sociedad que no me gustaba y no podía adaptarme. Me mantuve al margen de la masa social y fui observándola. Poco a poco fui madurando mis ideas. Violaciones, asesinatos, robos, desigualdades que enriquecen a los adinerados y empobrecen a los menos favorecidos. Cada día que pasa el planeta que habitamos muere un poco más. Todos los días se repetían las mismas noticias.

Y al fin lo comprendí. Somos nosotros. He mirado a los ojos a este mundo y no ha sido capaz de devolverme la mirada. Tuvo que bajarla avergonzado.

Recientemente una chica sevillana de 17 años fue asesinada por un animal. Dios no violó a Marta del Castillo. El destino no la estranguló. Y la casualidad no la arrojó sin vida a un contenedor de basura. Basta ya de buscar excusas en cosas sin forma e inmateriales que no pueden ser culpadas. Basta ya de escondernos detrás de nuestra propia mierda para después rebozarnos sobre ella. Esta sociedad está podrida. Y la causa somos nosotros.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Un cínico e hipócrita valiente

Nunca dejé de hacerlo. Nunca me rendí. A pesar de las zancadillas que me pusieron en el camino. Sin excluir las decepciones, las numerosas ilusiones frustradas, la gente que prefirió ir quedándose en el camino. Contando por supuesto, con mi enfermedad. Esa maldita locura que no hace más que limitarme una y otra vez en cada uno de mis propósitos. Esa amarga sensación con la que tengo que lidiar a todas horas. Esa desgarradora locura que me hizo comprender que podía soportar cualquier tipo de dolor físico. Pues no es nada comparado con el otro dolor. El que no cicatriza, por mucho que digan, ni con el tiempo. Pero todas estas cosas no hicieron que me detuviera nunca. Todo lo contrario. Consiguieron renovarme el ánimo en aquellos momentos en que la luz del camino se iba apagando lentamente.


Cada vez que uno de tus traicioneros empujones provocaba que me diera de bruces contra el suelo, las palmas de mis manos se apoyaban con el único fin de incorporarme rápidamente. Cuando uno de tus escupitajos se deslizaba asquerosamente por mi rostro, mis dedos se adentraban automáticamente en mi bolsillo para coger un pañuelo. Nadie podrá acusarme nunca de haber respondido con violencia. Mi mejor arma siempre han sido las palabras. En un mundo en el que cuando crees que sabes utilizarlas te das cuenta que no sirven de nada.


Por mis venas no corre sangre. Por ellas sólo circulan lágrimas. Llevo reprimiéndolas desde que dejé de hacer mis necesidades en la cama. Y os aseguro que hace mucho tiempo de eso. No os podéis llegar a imaginar el sufrimiento que he sentido. Los desgarradores gritos de dolor que han salido de mi boca cuando nadie podía escucharlos.


Quizá todo esto me lo merezca. Hace mucho tiempo yo hice cosas peores que las que he recibido. Me divertía con el sufrimiento ajeno. Me avergüenza reconocerlo. Pero es la realidad. Es por ello que soy un hipócrita. Algunos intentan exculparme aludiendo que era muy crío, que lo hacía para llamar la atención y ganar la popularidad que todos los jóvenes ansían. Lo cierto es que no hay lugar para las excusas. No existe el perdón. No puedo ahora quejarme de soportar unas actitudes que fueron las que yo adopté. Es por ello que soy un cínico.


Pero la gente cambia. No todos. Se necesita la predisposición de uno mismo, y a veces, no es demasiado tarde para haber aprendido de los errores cometidos. Mi personalidad cambió del día a la noche. El chico alegre que a todo el mundo hacía reír, aquel que nunca se agobiaba por mucha gente que hubiera a su alrededor se convirtió en alguien serio, reservado y con un aire distante ante las multitudes.


Quizá todo esto os parezca una carta de despedida. Las memorias de alguien eternamente deprimido y que nada más quiere saber de la vida. Nada más lejos de la realidad, tan sólo me apetecía desahogarme. Como ya he dicho al principio, nunca me rendiré. Ni ante el mismísimo Apocalipsis. Seguiré persiguiendo mis sueños. Seguiré levantándome una y otra vez y aprendiendo de cada caída. Es mi manera de entender la vida. Y es por ello que soy un valiente.