sábado, 18 de abril de 2009

Disfraces

Recuerdo que de pequeño me encantaba disfrazarme. Supongo que como a todos los niños. Siempre me han gustado los superhéroes. Quizá algún día escriba sobre ellos. Como decía, me encantaba disfrazarme. Mi padre me regaló un disfraz de Spiderman, como no podía ser de otro modo. El famoso trepamuros nunca llevó capa, pero mi disfraz sí que la tenía. No importaba. Yo era feliz creyéndome un lunático con mallas que se dedica a salvar gente que no conoce de nada (quizá algún día también escribiré sobre esto). Al tiempo, y viendo mis padres lo mucho que me gustaba el asunto del disfraz me regalaron uno de “invasor del espacio”, así como suena. La cosa no salió bien. El traje iba acompañado de una futurista pistola que hacía un ruido molesto para cualquier sistema auditivo. Me encantaba martirizar a mi madre disparándole. No, la cosa no acabó bien. La pistola acabó partida en dos justo un segundo después de impactar con mi dura cabeza. Mi hermano aún ríe al recordarlo. Yo sigo sin encontrarle esa gracia, pero es un recuerdo al fin y al cabo.


Sí, todos nos hemos disfrazado. Incluso al que le disgustan los disfraces los utiliza. Nos sirven de barrera protectora. Al ponernos uno sentimos como nuestro corazón queda refugiado, lejos de la putrefacta e insulsa superficie, apartado del manoseo ajeno que tanto tememos. No es mejor persona el que peor disfraz lleve, pero seguramente será el menos falso. Pero sobre todo, el peor de los disfraces es aquel que de tanto utilizarlo consigue engañar a uno mismo y finalmente cree que es su propia ropa.


- Señor, despierte señor.


Con gran esfuerzo consigo entreabrir el ojo derecho. Ante mi se encuentra Papa Noel. Me pellizco. No, no estoy durmiendo. Un esfuerzo más y logro abrir los dos ojos. Estoy en un tren. No sé qué hago aquí ni cómo he llegado. Y la persona que hay junto a mi no es el personaje que lleva regalos a los niños en Navidad. Tan sólo es el revisor reclamando el correspondiente ticket. Un entrañable y anciano revisor, pero no Papa Noel.


Meto instintivamente mi mano en el bolsillo de la cazadora e inexplicablemente ahí está. Le entrego el ticket al entrañable señor y me quedo observándolo mientras lo comprueba. Es una manía que tengo. No suelo hablar mucho. Pero me gusta observar todo lo que hay a mi alrededor. Creo que al no gastar tanta saliva tengo más desarrollada la atención con lo que me rodea. El de este señor es un buen disfraz sin lugar a dudas. Pero a mí no puede engañarme. Al devolverme el ticket me dedicó la mejor de sus sonrisas y siguió atendiendo al resto de viajantes. Pero no puede engañarme. Enormes ojeras, una barba descuidada de hace semanas, ojos vidriosos que se han hartado de soltar lágrimas y un tufillo en el aliento a whisky son las pruebas irrefutables de que detrás de esa sonrisa se esconde dolor. Mucho dolor.


Con el objetivo de terminar de despejarme me levanto de mi asiento y me dirijo hacia el baño para remojarme un poco el rostro. Al poco de andar noto como piso algo. Me agacho y lo recojo. Es un papel. Está hecho un ovillo y muy arrugado. Lo abro. No sé de qué me extraño. Lo que mis ojos ven en el papel es el sello de Renfe y debajo, en unas más que esclarecedoras mayúsculas la palabra “FINIQUITO”. Sosteniendo todavía con mi mano derecha la maltrecha carta de despido miro hacia delante. Ahí está el pobre hombre. Sigue dedicándole a cada uno de los viajeros la mejor de sus sonrisas, mientras seguramente, está muriendo lentamente por dentro.


Sin mayor dilación dirijo mis pasos hacia el aseo. Una vez dentro abro la papelera e introduzco el papel. Abro el grifo del lavabo y dejo que el agua corra. Noto como si me estuviera mareando. No sé lo que me pasa. Pongo una mano debajo del chorro de agua. Está fría. Recojo un poco con ambas manos y la estrello contra mi cara. Después y con la mano aún húmeda me acaricio la nuca. No consigo encontrarme mejor. Me apoyo contra la puerta y me enchufo un cigarro. Dejo escapar el humo de mi cuerpo y observando como se mezcla con el aire empiezo a pensar. Pienso en el pobre revisor. Y de repente puedo ver su historia. La puedo ver perfectamente.


Típica persona que ha dedicado toda su vida a la misma empresa. No es culto. Tampoco la inteligencia es el mayor de sus dones. Pero es muy buen tipo. Sabe más de la vida que cualquier erudito que lo único que sabe es rodearse de libros, pues su trabajo le ha obligado a estar rodeado de personas. No cobra lo suficiente como para permitirse lujos. Llega a finales de mes con complicaciones. Pero no le importó. Era feliz. Encontró a la mujer que deseó. Formó una familia. Sin ningún capricho consiguió todo con lo que soñó. Pero llega la crisis mundial. Las empresas tienen que recortar gastos y el personal de empleados es un buen efectivo. Él ya no es el joven mozo que entró a trabajar ilusionado. La empresa comprende que es más beneficioso prescindir de los servicios de él que del joven que se conforma con un contrato basura y que puede ser explotado sin queja alguna. A partir de ahí todo va en picado. A su edad nadie quiere contratarlo. Pero él necesita trabajar. Necesita comer. No tiene a quién recurrir. Enviudó, sus hijos hace tiempo que dejaron de preocuparse de él y amigos no quedan en esta vida. Su vida ha acabado. Y él es consciente de ello. No tiene ningún sentido seguir sufriendo. Pero sigue engañándose.


Y en ese momento vuelvo en mí. Cada vez me encuentro peor. Estoy temblando. Un intenso escalofrío recorre todo mi cuerpo. Acerco las manos hacia mi cara. Se mojan. No lo sé. No puedo explicarlo. Pero estoy llorando. No puedo controlarme. Empiezo a gritar y a maldecir. Toda mi frustración finaliza con mi puño impactando contra el espejo que hay encima del lavabo. Entonces lo veo. Al mirar directamente el espejo lo comprendo todo. Todo cobra sentido. Ahora estoy totalmente relajado. Una agradable paz interior como hacía tiempo que no sentía se apodera de mí.


<Toc, Toc>


Alguien ha tocado la puerta. La abro. Una señora me mira con los ojos desencajados. Se excusa y me dice que había venido alertada porque se escuchaban ruidos del interior del aseo. Le respondo que no se preocupe, que termino de asearme y ya salgo. Justo antes de irse me advierte de que al entrar en el aseo se me había caído un papel. Me lo entrega. Se lo agradezco con la mejor de mis sonrisas y cierro la puerta. Me doy la vuelta y abro el botiquín que hay en el baño. Cojo la cuchilla que se encuentra en su interior.


La mujer vuelve a su asiento. Su marido, preocupado, le pregunta qué pasaba. En voz baja la mujer le responde: “Nada, parece que alguien ha bebido más de la cuenta y no debería haber venido a trabajar hoy”.


En ese instante abro la puerta del baño y tambaleándome consigo salir. Los gritos parecen lejanos pero se están produciendo justo delante de mí. Mis ojos que han comenzado a nublarse consiguen distinguir las figuras de los padres tapándoles los ojos a los niños. Después de unos torpes pasos me paro en seco. Ya no puedo más. Pero en mi rostro se dibuja una enorme sonrisa. Por fin una sincera sonrisa. Justo después mi cuerpo completamente desnudo impacta contra el suelo. Y un gran charco de sangre me rodea.

viernes, 10 de abril de 2009

El dilema del erizo

Esta es la historia de Epi, el erizo.
Epi pasó su infancia junto a sus padres y lo único que recuerda de esos días es que vivía sin complicaciones. Si alguna vez a Epi le hubiesen preguntado por la felicidad, seguramente el pequeño erizo hubiera recordado esos días.

Pero esos días no duran para siempre. Y las complicaciones aparecen. Los padres del joven erizo desaparecieron, pues la vida del erizo es corta y Epi tuvo que afrontar sólo su madurez. Pronto se percató de que al igual que todo ser vivo no era auto suficiente. Aunque sólo fuese para alimentarse necesitaba de otros. Pero lo que realmente le frustraba a Epi era pasar sólo los días. Nunca había conocido la soledad. Y aunque no era capaz de definirla le provocaba dolor. Mucho dolor.

Epi decidió conocer a otros animales. El erizo buscaba alguien que se preocupara por él y que le diera cariño. Alguien que le comprendiera. O quizá simplemente buscaba alguien con quien compartir sus días. Porque lo que a Epi le aterraba de verdad era la soledad. Lo que el pequeño erizo no sabía es que le quedaba mucho por conocer de la vida. Y quizá existía algo peor que la soledad.

Epi conoció a la tortuga Blas y al conejo Coco. Y aquí fue cuando comenzaron las complicaciones. Epi quería acercarse a ellos. Mostrarles cariño y afecto para recibir lo mismo. Pero Epi tenía un problema irremediable. Cuanto más se acercaba a ellos más daño les hacía. Pues los erizos tienen púas alrededor de su cuerpo y al acercarse a sus nuevos amigos no conseguía más que dañarles. Poco a poco Epi fue volviéndose más retraído y tímido. Se mantenía distante y sólo escuchaba.

Epi finalmente decidió volver a su casa. El acercarse a sus amigos tan sólo provocaba que éstos fueran dañados tarde o temprano. El alejarse y mostrarse más reservado le provocó un vacío interno y no hacía más que deprimirle y sus amigos empezaron a mostrarse también más distantes con él. A Epi no le gustaba la soledad. Le tenía fobia. Pero ya no dolía tanto. Epi comprendió que lastimar a sus seres queridos era mucho más doloroso que dañarse a sí mismo.

P.D.: Y el que no haya visto Evangelion no se que ha hecho con su vida xD
P.D.2.: Y el que no haya leído a Schopenhauer se lo recomiendo.