sábado, 16 de mayo de 2009

Intolerancia Necia

El pasado miércoles se disputaba la final de la Copa del Rey de fútbol entre el Athletic Club de Bilbao y el Fútbol Club Barcelona. Justo antes de comenzar el partido los equipos tienen que formar mientras suena el himno nacional. Conociendo la mentalidad nacionalista de las dos aficiones muchos suponíamos lo que iba a pasar en ese preciso instante. Y así fue. La pitada al himno por parte de las aficiones fue apoteósica.


No es mi intención en ningún momento entrar a juzgar si están bien o mal los pensamientos independentistas. Allá cada uno con sus ideales. Por ello mismo no mencionaré lo obvio que resulta que si no te sientes conforme con una competición deportiva española, simplemente, no la juegues o lo patético y vergonzoso de la retransmisión de Televisión Española, censurando todo aquello que pudiera generar polémica, pareciendo más que se estaba visualizando el No-Do que la televisión pública. No, no me apetece hablar de temas políticos. Donde me quiero centrar es en una de esas cualidades que los humanos, como especie idiota, tenemos en nuestro haber. La intolerancia.


Partimos de la base de que vascos y catalanes quieren ser escuchados en sus plegarias de que Cataluña y Euskadi pasen a ser consideradas como naciones. Pero me da igual cual sea el ejemplo. Sea para lo que sea siempre he pensado que para poder ser escuchado indiferentemente del tema a tratar, se debe de comenzar desde el respeto y el diálogo. Catalanes y vascos mostraron su intolerancia faltando el respeto al pitar el himno. A mí me enseñaron de bien pequeño lo que significaba el respeto. Yo siempre he acudido a un colegio católico. En él había que rezar una oración justo antes de las clases. Yo, en mi condición de ateo permanecía de pie y callado mientras los que querían rezar lo hacían. El miércoles pasado no les costó nada hacer lo mismo a las aficiones presentes en el estadio de Mestalla.


Pero esto tan sólo lo utilizaba como ejemplo al ser un hecho reciente. No quiero que se interprete el mensaje de este texto como una crítica al independentismo nacionalista. En lo que me quería centrar era tan sólo en la intolerancia. Siguiendo con símiles deportivos podría haber escogido cuando el pasado Marzo nos visitó Turquía para enfrentarse a España en el estadio Santiago Bernabéu y el himno turco también fue pitado o cuando juega un deportista de raza negra y todos los fascistas descerebrados se ponen a imitar el sonido que hacen los chimpancés. La intolerancia es la verdadera lacra de esta podrida sociedad. Personas intolerantes son aquellas racistas, xenófobas, homófobas, sexistas, fascistas, etc…Personas que en definitiva no merecen ser escuchadas y que sobran de la sociedad.


Yo siempre he pensado que se puede conseguir todo, pero desde el respeto. Tanto catalanes como vascos perdieron una gran oportunidad de haber dado un ejemplo de cordialidad y señorío para ser tomados en serio y poder llegar a ser escuchados. Pero ellos no quisieron. Una verdadera lástima.

sábado, 18 de abril de 2009

Disfraces

Recuerdo que de pequeño me encantaba disfrazarme. Supongo que como a todos los niños. Siempre me han gustado los superhéroes. Quizá algún día escriba sobre ellos. Como decía, me encantaba disfrazarme. Mi padre me regaló un disfraz de Spiderman, como no podía ser de otro modo. El famoso trepamuros nunca llevó capa, pero mi disfraz sí que la tenía. No importaba. Yo era feliz creyéndome un lunático con mallas que se dedica a salvar gente que no conoce de nada (quizá algún día también escribiré sobre esto). Al tiempo, y viendo mis padres lo mucho que me gustaba el asunto del disfraz me regalaron uno de “invasor del espacio”, así como suena. La cosa no salió bien. El traje iba acompañado de una futurista pistola que hacía un ruido molesto para cualquier sistema auditivo. Me encantaba martirizar a mi madre disparándole. No, la cosa no acabó bien. La pistola acabó partida en dos justo un segundo después de impactar con mi dura cabeza. Mi hermano aún ríe al recordarlo. Yo sigo sin encontrarle esa gracia, pero es un recuerdo al fin y al cabo.


Sí, todos nos hemos disfrazado. Incluso al que le disgustan los disfraces los utiliza. Nos sirven de barrera protectora. Al ponernos uno sentimos como nuestro corazón queda refugiado, lejos de la putrefacta e insulsa superficie, apartado del manoseo ajeno que tanto tememos. No es mejor persona el que peor disfraz lleve, pero seguramente será el menos falso. Pero sobre todo, el peor de los disfraces es aquel que de tanto utilizarlo consigue engañar a uno mismo y finalmente cree que es su propia ropa.


- Señor, despierte señor.


Con gran esfuerzo consigo entreabrir el ojo derecho. Ante mi se encuentra Papa Noel. Me pellizco. No, no estoy durmiendo. Un esfuerzo más y logro abrir los dos ojos. Estoy en un tren. No sé qué hago aquí ni cómo he llegado. Y la persona que hay junto a mi no es el personaje que lleva regalos a los niños en Navidad. Tan sólo es el revisor reclamando el correspondiente ticket. Un entrañable y anciano revisor, pero no Papa Noel.


Meto instintivamente mi mano en el bolsillo de la cazadora e inexplicablemente ahí está. Le entrego el ticket al entrañable señor y me quedo observándolo mientras lo comprueba. Es una manía que tengo. No suelo hablar mucho. Pero me gusta observar todo lo que hay a mi alrededor. Creo que al no gastar tanta saliva tengo más desarrollada la atención con lo que me rodea. El de este señor es un buen disfraz sin lugar a dudas. Pero a mí no puede engañarme. Al devolverme el ticket me dedicó la mejor de sus sonrisas y siguió atendiendo al resto de viajantes. Pero no puede engañarme. Enormes ojeras, una barba descuidada de hace semanas, ojos vidriosos que se han hartado de soltar lágrimas y un tufillo en el aliento a whisky son las pruebas irrefutables de que detrás de esa sonrisa se esconde dolor. Mucho dolor.


Con el objetivo de terminar de despejarme me levanto de mi asiento y me dirijo hacia el baño para remojarme un poco el rostro. Al poco de andar noto como piso algo. Me agacho y lo recojo. Es un papel. Está hecho un ovillo y muy arrugado. Lo abro. No sé de qué me extraño. Lo que mis ojos ven en el papel es el sello de Renfe y debajo, en unas más que esclarecedoras mayúsculas la palabra “FINIQUITO”. Sosteniendo todavía con mi mano derecha la maltrecha carta de despido miro hacia delante. Ahí está el pobre hombre. Sigue dedicándole a cada uno de los viajeros la mejor de sus sonrisas, mientras seguramente, está muriendo lentamente por dentro.


Sin mayor dilación dirijo mis pasos hacia el aseo. Una vez dentro abro la papelera e introduzco el papel. Abro el grifo del lavabo y dejo que el agua corra. Noto como si me estuviera mareando. No sé lo que me pasa. Pongo una mano debajo del chorro de agua. Está fría. Recojo un poco con ambas manos y la estrello contra mi cara. Después y con la mano aún húmeda me acaricio la nuca. No consigo encontrarme mejor. Me apoyo contra la puerta y me enchufo un cigarro. Dejo escapar el humo de mi cuerpo y observando como se mezcla con el aire empiezo a pensar. Pienso en el pobre revisor. Y de repente puedo ver su historia. La puedo ver perfectamente.


Típica persona que ha dedicado toda su vida a la misma empresa. No es culto. Tampoco la inteligencia es el mayor de sus dones. Pero es muy buen tipo. Sabe más de la vida que cualquier erudito que lo único que sabe es rodearse de libros, pues su trabajo le ha obligado a estar rodeado de personas. No cobra lo suficiente como para permitirse lujos. Llega a finales de mes con complicaciones. Pero no le importó. Era feliz. Encontró a la mujer que deseó. Formó una familia. Sin ningún capricho consiguió todo con lo que soñó. Pero llega la crisis mundial. Las empresas tienen que recortar gastos y el personal de empleados es un buen efectivo. Él ya no es el joven mozo que entró a trabajar ilusionado. La empresa comprende que es más beneficioso prescindir de los servicios de él que del joven que se conforma con un contrato basura y que puede ser explotado sin queja alguna. A partir de ahí todo va en picado. A su edad nadie quiere contratarlo. Pero él necesita trabajar. Necesita comer. No tiene a quién recurrir. Enviudó, sus hijos hace tiempo que dejaron de preocuparse de él y amigos no quedan en esta vida. Su vida ha acabado. Y él es consciente de ello. No tiene ningún sentido seguir sufriendo. Pero sigue engañándose.


Y en ese momento vuelvo en mí. Cada vez me encuentro peor. Estoy temblando. Un intenso escalofrío recorre todo mi cuerpo. Acerco las manos hacia mi cara. Se mojan. No lo sé. No puedo explicarlo. Pero estoy llorando. No puedo controlarme. Empiezo a gritar y a maldecir. Toda mi frustración finaliza con mi puño impactando contra el espejo que hay encima del lavabo. Entonces lo veo. Al mirar directamente el espejo lo comprendo todo. Todo cobra sentido. Ahora estoy totalmente relajado. Una agradable paz interior como hacía tiempo que no sentía se apodera de mí.


<Toc, Toc>


Alguien ha tocado la puerta. La abro. Una señora me mira con los ojos desencajados. Se excusa y me dice que había venido alertada porque se escuchaban ruidos del interior del aseo. Le respondo que no se preocupe, que termino de asearme y ya salgo. Justo antes de irse me advierte de que al entrar en el aseo se me había caído un papel. Me lo entrega. Se lo agradezco con la mejor de mis sonrisas y cierro la puerta. Me doy la vuelta y abro el botiquín que hay en el baño. Cojo la cuchilla que se encuentra en su interior.


La mujer vuelve a su asiento. Su marido, preocupado, le pregunta qué pasaba. En voz baja la mujer le responde: “Nada, parece que alguien ha bebido más de la cuenta y no debería haber venido a trabajar hoy”.


En ese instante abro la puerta del baño y tambaleándome consigo salir. Los gritos parecen lejanos pero se están produciendo justo delante de mí. Mis ojos que han comenzado a nublarse consiguen distinguir las figuras de los padres tapándoles los ojos a los niños. Después de unos torpes pasos me paro en seco. Ya no puedo más. Pero en mi rostro se dibuja una enorme sonrisa. Por fin una sincera sonrisa. Justo después mi cuerpo completamente desnudo impacta contra el suelo. Y un gran charco de sangre me rodea.

viernes, 10 de abril de 2009

El dilema del erizo

Esta es la historia de Epi, el erizo.
Epi pasó su infancia junto a sus padres y lo único que recuerda de esos días es que vivía sin complicaciones. Si alguna vez a Epi le hubiesen preguntado por la felicidad, seguramente el pequeño erizo hubiera recordado esos días.

Pero esos días no duran para siempre. Y las complicaciones aparecen. Los padres del joven erizo desaparecieron, pues la vida del erizo es corta y Epi tuvo que afrontar sólo su madurez. Pronto se percató de que al igual que todo ser vivo no era auto suficiente. Aunque sólo fuese para alimentarse necesitaba de otros. Pero lo que realmente le frustraba a Epi era pasar sólo los días. Nunca había conocido la soledad. Y aunque no era capaz de definirla le provocaba dolor. Mucho dolor.

Epi decidió conocer a otros animales. El erizo buscaba alguien que se preocupara por él y que le diera cariño. Alguien que le comprendiera. O quizá simplemente buscaba alguien con quien compartir sus días. Porque lo que a Epi le aterraba de verdad era la soledad. Lo que el pequeño erizo no sabía es que le quedaba mucho por conocer de la vida. Y quizá existía algo peor que la soledad.

Epi conoció a la tortuga Blas y al conejo Coco. Y aquí fue cuando comenzaron las complicaciones. Epi quería acercarse a ellos. Mostrarles cariño y afecto para recibir lo mismo. Pero Epi tenía un problema irremediable. Cuanto más se acercaba a ellos más daño les hacía. Pues los erizos tienen púas alrededor de su cuerpo y al acercarse a sus nuevos amigos no conseguía más que dañarles. Poco a poco Epi fue volviéndose más retraído y tímido. Se mantenía distante y sólo escuchaba.

Epi finalmente decidió volver a su casa. El acercarse a sus amigos tan sólo provocaba que éstos fueran dañados tarde o temprano. El alejarse y mostrarse más reservado le provocó un vacío interno y no hacía más que deprimirle y sus amigos empezaron a mostrarse también más distantes con él. A Epi no le gustaba la soledad. Le tenía fobia. Pero ya no dolía tanto. Epi comprendió que lastimar a sus seres queridos era mucho más doloroso que dañarse a sí mismo.

P.D.: Y el que no haya visto Evangelion no se que ha hecho con su vida xD
P.D.2.: Y el que no haya leído a Schopenhauer se lo recomiendo.

lunes, 30 de marzo de 2009

Luigi

Estamos en el año 1998. Acabo de salir del colegio y estoy corriendo. Mis ojos centran al objetivo. Tengo que pillarlo. Voy a pillarlo. Estiro la mano y consigo agarrar su mochila. Te pillé. Pero entonces una marabunta de libros, libretas y bolígrafos caen contra el suelo. El estirón que le he metido a la mochila ha resultado demasiado fuerte y esto ha provocado que terminara por descoserse. Ahora, todo lo que había en su interior adorna el suelo mientras que el chico al que perseguía y yo nos miramos atónitos. Desde luego, no era esa mi intención. Tan sólo quería jugar. Él se agacha y con aparente nerviosismo recoge todos sus útiles. Me dirige una mirada feroz y sin mediar palabra se da media vuelta y se va. Pasarían semanas hasta que volviera a dirigirme la palabra.

Es Octubre de 1991. Hoy empiezo el colegio. Ya he entrado en la clase y todavía sigo llorando porque mi padre se ha ido a trabajar y me ha abandonado a mi suerte con un grupo de desconocidos. Con la vista aún borrosa miro a mí alrededor. Hay un chico pelirrojo y con pecas que me sonríe. Me acerco a él. Pronto nos hacemos amigos. En los recreos nos dedicamos a hacer gamberradas. Hemos visto que hay un chico raro. Él los descansos los utiliza para recoger hormigas y guardarlas en un tarro de cristal. Pienso que nunca podría ser amigo de alguien así.

Es 1994. Estamos en el recreo. El chico raro de las hormigas y yo hemos decidido en clase que nos pelearíamos en el descanso. No nos soportamos. Él dice que es Vegeta a lo que yo respondo que soy Son Goku. Por lo menos en algo nos ponemos de acuerdo. La lucha dura 5 minutos. Quizá menos. Acabamos cada uno en una esquina del patio castigados por la profesora y llorando a moco tendido.

Es el verano de 2003. Estamos en la Playa de los Locos de Torrevieja. Él chico tan raro que se dedicaba a recoger hormigas está frente a mí. Ahora es más raro que antes. Dice que quiere pelear conmigo en serio. Lo que decía, es todavía más raro que cuando se dedicaba a experimentar con insectos. Peleamos. La lucha dura 5 minutos. Quizá menos. Nos vamos hacia nuestras casas con nuestro cuerpo cubierto de moratones. Pero reímos. Sobre todo reímos. Hace ya tiempo decidimos que seríamos amigos.

Noviembre de 2008. Se va a Italia. El día de su despedida le pido por activa y por pasiva que rechace la beca Erasmus y se quede. Soy consciente de que es un imposible. Pero sé que en cuanto se vaya nada será lo mismo. Ese día estoy muy triste. Bebemos y nos reímos. Charlamos hasta altas horas de la madrugada. Finalmente nos damos un abrazo y nuestros caminos se separan.

En el verano de 1997 soy invitado al cumpleaños de su primo. El chico de las pecas y yo seguimos con nuestras gamberradas. La liamos buena. La liamos tanto que tiene que acudir la policía. Su madre le dice que soy una mala influencia y le prohíbe ir conmigo. Se pasa todo el verano evitándome. A finales de verano le invito a una atracción de la feria y decide volver a ser mi amigo.

Es el año 2001. Las clases van a empezar. El chico llega justo a tiempo. Hace algunos años le bauticé con el mote de “empanao” por su peculiar aspecto con la raya para el lado, sus gafitas y su personalidad reservada y ausente. El que a una fiesta se llevara choleck también tuvo que ver. Este día se lo gana a pulso. Viene a clase con las zapatillas de estar por casa. Las risas provocan que retumbe el edificio. Desde luego, es algo que no olvidaré.

2004. Ya nadie le conoce como “el empanao”. Se ha autoproclamado Dios y así lo conoce todo el mundo. Lleva el pelo largo y lentillas. Es el alma de la fiesta. El grupo espera expectante a que haga o diga alguna de sus paranoias. Ya no lleva choleck a las fiestas. Siempre lleva un bocadillo para mojarlo en calimocho. Decidimos que él y yo somos los Black Dragons por una imagen de un dragón que lleva en la camiseta con la que siempre sale. Empezamos varios rituales a partir de ahí. Como el de chocar nuestros pechos antes de beber un chupito o el de subirme a sus espaldas y que empiece a dar vueltas hasta marearnos y caer al suelo. Somos masocas. Pero nos lo pasamos de miedo.

Son las fiestas de moros y cristianos de 2005. Está sufriendo. Llora y maldice. Acto seguido se emborracha y baila. Termina potando y con una mano escayolada al día siguiente. Me siento impotente. No quiero verle así.

Ahora son los moros y cristianos de 2006. La que acaba de ocurrir es la última. No lo podemos permitir. Su primo y yo mediamos en el asunto aún sabiendo que él no quiere. La estamos cagando y no lo sabemos. Le estamos jodiendo y tan sólo queríamos ayudarle. Ya nada volverá a ser lo mismo. Algo dentro de él también cambia. Los días, semanas y meses siguientes sufre. Pero no lo dice. No lo muestra. Nunca lo hace. Pero yo lo sé.

Año 2009. Volvió a ser el mismo hace tiempo ya. Mucho tiempo. Pero creo que ahora además está volviendo a encontrar una felicidad que él mismo creía que no volvería. Me alegro enormemente por él y ojalá todo salga bien.

Es 31 de Marzo de 2009. Repasando algunas anécdotas y dejándome otras muchas en el tintero no soy capaz de detallar cuando decidimos que seríamos amigos. Quizá siempre lo fuimos. Tan sólo nos negábamos a verlo cuando siempre lo tuvimos delante de nosotros. De algo estoy convencido. Hoy eres un pilar en mi vida. Se te echa mucho de menos. Tan sólo me queda esperar el día de tu regreso. Por lo demás ya sabes que aquí tienes a un amigo para siempre, difícil de llevar, normalmente cabreado con el mundo y de malhumor.

Harvard, Kenshin, Dios, Wesker, Segata San Shiro, Luigi, Nobita o cualquiera de tus otros motes...A día de hoy sigo teniendo algo que tu nunca lograrás alcanzar a pesar de que te esfuerces. Y es un colega como tu.

martes, 24 de marzo de 2009

Somos nosotros

He estado mucho tiempo engañado. Algunos me dijeron que todo era obra divina. Que todos teníamos que aceptar las decisiones del Altísimo, pues todo lo hacía por algo, aunque en el momento no fuésemos capaces de entenderlo. Recuerdo que esta fue la explicación que me dio mi abuela cuando con 6 años murió un perro frente a mis ojos arrollado por un coche. He de reconocer que a esa edad tan temprana me quedé más tranquilo al escuchar esa versión y saber que mi querida mascota era más feliz.

Conforme fui creciendo dejé de creer en Dios. No me sirvió de nada lo que mi abuela me dijo cuando fue ella la que falleció. Pero aún seguía pensando que existía algún tipo de fuerza divina que ataba los engranajes más ocultos del mundo que nos rodea. Cuando tenía 15 años mi novia, la persona que más quería en este mundo, me dijo que nuestro destino era estar juntos para siempre. Empecé a creer en el destino. Cada encuentro que tenía por la calle con un viejo conocido o cada examen que suspendía lo achacaba al destino, aunque este último punto no terminaron de entenderlo mis padres. Dos semanas más tarde mi novia me dejó por otro.

Fue pasando el tiempo y mi mente se encontraba cada vez más confusa. Me encontraba inmerso en una sociedad que no me gustaba y no podía adaptarme. Me mantuve al margen de la masa social y fui observándola. Poco a poco fui madurando mis ideas. Violaciones, asesinatos, robos, desigualdades que enriquecen a los adinerados y empobrecen a los menos favorecidos. Cada día que pasa el planeta que habitamos muere un poco más. Todos los días se repetían las mismas noticias.

Y al fin lo comprendí. Somos nosotros. He mirado a los ojos a este mundo y no ha sido capaz de devolverme la mirada. Tuvo que bajarla avergonzado.

Recientemente una chica sevillana de 17 años fue asesinada por un animal. Dios no violó a Marta del Castillo. El destino no la estranguló. Y la casualidad no la arrojó sin vida a un contenedor de basura. Basta ya de buscar excusas en cosas sin forma e inmateriales que no pueden ser culpadas. Basta ya de escondernos detrás de nuestra propia mierda para después rebozarnos sobre ella. Esta sociedad está podrida. Y la causa somos nosotros.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Un cínico e hipócrita valiente

Nunca dejé de hacerlo. Nunca me rendí. A pesar de las zancadillas que me pusieron en el camino. Sin excluir las decepciones, las numerosas ilusiones frustradas, la gente que prefirió ir quedándose en el camino. Contando por supuesto, con mi enfermedad. Esa maldita locura que no hace más que limitarme una y otra vez en cada uno de mis propósitos. Esa amarga sensación con la que tengo que lidiar a todas horas. Esa desgarradora locura que me hizo comprender que podía soportar cualquier tipo de dolor físico. Pues no es nada comparado con el otro dolor. El que no cicatriza, por mucho que digan, ni con el tiempo. Pero todas estas cosas no hicieron que me detuviera nunca. Todo lo contrario. Consiguieron renovarme el ánimo en aquellos momentos en que la luz del camino se iba apagando lentamente.


Cada vez que uno de tus traicioneros empujones provocaba que me diera de bruces contra el suelo, las palmas de mis manos se apoyaban con el único fin de incorporarme rápidamente. Cuando uno de tus escupitajos se deslizaba asquerosamente por mi rostro, mis dedos se adentraban automáticamente en mi bolsillo para coger un pañuelo. Nadie podrá acusarme nunca de haber respondido con violencia. Mi mejor arma siempre han sido las palabras. En un mundo en el que cuando crees que sabes utilizarlas te das cuenta que no sirven de nada.


Por mis venas no corre sangre. Por ellas sólo circulan lágrimas. Llevo reprimiéndolas desde que dejé de hacer mis necesidades en la cama. Y os aseguro que hace mucho tiempo de eso. No os podéis llegar a imaginar el sufrimiento que he sentido. Los desgarradores gritos de dolor que han salido de mi boca cuando nadie podía escucharlos.


Quizá todo esto me lo merezca. Hace mucho tiempo yo hice cosas peores que las que he recibido. Me divertía con el sufrimiento ajeno. Me avergüenza reconocerlo. Pero es la realidad. Es por ello que soy un hipócrita. Algunos intentan exculparme aludiendo que era muy crío, que lo hacía para llamar la atención y ganar la popularidad que todos los jóvenes ansían. Lo cierto es que no hay lugar para las excusas. No existe el perdón. No puedo ahora quejarme de soportar unas actitudes que fueron las que yo adopté. Es por ello que soy un cínico.


Pero la gente cambia. No todos. Se necesita la predisposición de uno mismo, y a veces, no es demasiado tarde para haber aprendido de los errores cometidos. Mi personalidad cambió del día a la noche. El chico alegre que a todo el mundo hacía reír, aquel que nunca se agobiaba por mucha gente que hubiera a su alrededor se convirtió en alguien serio, reservado y con un aire distante ante las multitudes.


Quizá todo esto os parezca una carta de despedida. Las memorias de alguien eternamente deprimido y que nada más quiere saber de la vida. Nada más lejos de la realidad, tan sólo me apetecía desahogarme. Como ya he dicho al principio, nunca me rendiré. Ni ante el mismísimo Apocalipsis. Seguiré persiguiendo mis sueños. Seguiré levantándome una y otra vez y aprendiendo de cada caída. Es mi manera de entender la vida. Y es por ello que soy un valiente.